Despedidas nunca son buenas. Aunque sean temporales. En fin. Me recorre la nostalgia.
Pero me quedo con todo lo que una cultura, un país y un viaje rodeado de gente realmente fantástica, me ha y me han brindado durante ocho inolvidables días.
De allí me he llevado, fotos, cachivaches, champús y alguna herida. Pero de lo que más me he llevado, han sido recuerdos. Recuerdos que nunca se me borrarán, algunos me acompañarán otros me cambiarán.
Campos de olivos, desiertos de piedras, de arena y de sal. Lugares inhóspitos pero llenos de vida.
Comerciantes, artesanos, maleantes, contrabandístas de gasoil, nómadas, pastores, hombres de negocios, todos tenían cabida en un lugar que siempre creí sin interés. Me equivoqué.
Gentes amables, curiosas, atentas. Gentes que viven de una manera sencilla, valorando lo poco que poseen.
Merece la pena adentrarse en su mundo. Perderse en un país, que aunque explotado turísticamente, está todavía por descubrir.
Cuando vuelves a tu destino y llegas a casa, te das cuenta de que todo sigue igual. Que lo poco que se ha alterado son anécdotas insignificantes comparado con lo que tú has vivido, y, te das cuenta de lo único que ha cambiado has sido tú.
Por cierto, el fotógrafo a veces también es fotografiado, en un momento de espontaneidad. Compartiendo un poco de vida con las gentes del lugar. Ése lugar que me enamoró en mi viaje.
Y aunque no me guste subir fotos mías, hay estampas y momentos que merecen la pena por su naturalidad.
Gracias Isa. Gracias Araceli.